martes, 13 de abril de 2010

Echarte de menos.

Echarte de menos es llegar de trabajar y seguir viéndote dormida en mi cama,
es seguir notando tu respiración en el pecho y tu pelo haciéndome cosquillas en la cara,
es recordar cada curva que investigué con ojos y manos,
es bajar los párpados y verte encima de mí.

Es levantar el dedo y repetir en la almohada todos los dibujos que hice en tu espalda,
irme a dormir y tirar la ropa a un lado para abrazar la nada y el desnudo de un fantasma que un día fuiste tú.

Escuchar las carcajadas que un día te provoqué,
revivir los celos que te escondía bajo la dureza de un caparazón que nunca fue,
fumarme el cigarro reglamentario después de hacerte el amor en sueños y oírte quejarte de ese mal hábito;

charlar de gastronomía con tu holograma y terminar repudiando las injusticias de un mundo ajeno a nuestras manos entrelazadas.

Echarte de menos es... dolerme tu inexistencia.

El día en que mi nariz dijo basta.

Son las 2 y cuarto. Acabo de salir de trabajar. Seis camareros para 210 personas, y aún así el servicio ha salido bien.

Estoy cansado, vacío, como si dentro de mí reinara la angustia y la nada. Este cuadro depresivo viene durando dos semanas, así que a veces me planteo la posibilidad de visitar a un sana-mentes asqueado de gente como yo.

Mi jefe de sala y una compañera de trabajo me proponen ir a tomar algo, y no tengo nada mejor que hacer, así que...

Así que vamos al bar de siempre, pido lo de siempre y hablo con mi atractiva colega mientras mi jefe de sala se va al baño.

Treinta segundos después aparezco yo, él sale y me deja a solas con la que está en el depósito del agua. Saco un billete de 5 €, lo enrollo meticulosamente, me agacho, me meto el billete en el orificio izquierdo, tapo el derecho y aspiro profundamente. Cierro los ojos, me guardo el billete y salgo del baño. Me pica la nariz, empieza a dormirse junto con la lengua y el paladar.

Me siento en la mesa, bebo con sed, sin considerar que es alcohol, me acelero y fumo de mi paquete de Camel con ganas.

Hablamos del trabajo, del restaurante, de la gente que sirve y de la gente que es inútil.

Él vuelve al lavabo, y yo voy detrás de él. Esta vez le abro paso al orificio derecho, por la manía insconsciente de conservar el equilibrio de las cosas.

Volvemos a la mesa, y ambos me miran.

- Te pasa algo. - me dice la chica.

- Estás agotado, estás llevando un ritmo muy fuerte, estás con demasiadas cosas. - me dice mi jefe.

- Estoy cansado física y mentalmente. - confieso.

Y lo confieso porque es algo que resulta bastante evidente.

- Ponme otro Malibú-Piña, por favor.

Mi jefe me ha pedido otra, es obvio que tengo mala cara y que estoy acelerado. Me levanto y voy a por una tercera.

Ya en la mesa, me bebo la copa y empiezo a marearme. Me levanto y me despido, tengo ganas de vomitar y entro a trabajar a las dos del mediodía. Deben de ser las cuatro de la mañana.

Consigo llegar hasta el metro: L1-Rocafort. En el andén me fumo un cigarro que me revuelve el estómago, llega el metro, empiezo a notar que sube a mi boca, a través de mi garganta, esa saliva líquida previa al vómito.

Se abren las puertas del metro, e intentando hacer un último esfuerzo, subo a él; tal y como subo me doy media vuelta y bajo, como si fuera un improvisado pase de modelo.

Voy al ascensor, apreto el botón, se abre la puerta, doy el paso definitivo, pulso el botón que indica "Vestíbulo", y en cuanto se cierran las puertas tras de mí, libero la presión de mi garganta, echando los restos del coulant que me había comido, en una esquina del ascensor. Llego al vestíbulo y termino, me limpio la boca con la manga derecha, me avergüenzo, me doy asco, me arrepiento... o no.

Estoy mucho mejor, físicamente, quiero decir. El aire fresco me sienta bien, voy caminando hasta la parada del autobús, cuando llega me acurruco en un asiento. Estoy cansado, se me cierran los ojos, me duermo.